29 junio 2015

Por ejemplo, un puñado de sal

Juan Villoro

Cuando agon­i­z­aba el siglo xx, mi padre con­vocó a sus hijos a una comida de fin de año en un restau­rante de la colo­nia Con­desa. Mis her­manos viven fuera de la ciu­dad de Méx­ico, de modo que la reunión se revestía de un aire de sin­gu­lar­i­dad. En algún momento de la sobremesa, la con­ver­sación lan­guide­ció, como ocurre cuando las cosas urgentes ya se han dicho y escasean las anéc­do­tas de la vida en común.

Para aliviar el silen­cio, pro­puse un juego. Sigu­iendo el ejem­plo de la revista Time, debíamos escoger al hom­bre o la mujer del siglo.

Fiel a su hábito de inter­rogar antes de respon­der, usando cuidadas con­ju­ga­ciones, el filó­sofo dijo:

–¿Por qué habríamos de escoger a una persona?

–Imag­ina que inte­gramos la redac­ción de un per­iódico y debe­mos decidir quién fue la figura más influyente del siglo xx –opiné con entu­si­asmo publicitario.

–¿Y qué clase de per­iódico es ése? –pre­guntó mi padre con desconfianza.

–No sé, uno hecho por nosotros.

–¿Y por qué habríamos de fun­dar nosotros un periódico?

–¡Porque ya no ten­emos de qué hablar! –comenté con desesperación.

Esto lo hizo reír y aceptó el juego.

La primera can­di­datura vino de mi her­mano Miguel. Doc­tor en Física, eligió al cien­tí­fico por antono­ma­sia que quiso hal­lar las llaves del uni­verso: Albert Ein­stein. Sabi­endo que tenía pocas posi­bil­i­dades de tri­un­far, yo elegí a un héroe de la con­tra­cul­tura, capaz de cam­biar la vida con la música y de cal­cu­lar cuán­tos agu­jeros se nece­si­tan para llenar el Albert Hall: John Lennon. No recuerdo otras prop­ues­tas, pero sí el silen­cio de mi padre. Para ani­marlo a par­tic­i­par, recita­mos nom­bres de filó­so­fos, hasta que habló con el har­tazgo de un papá que en una fiesta infan­til es acosado por las cari­cias pega­josas de sus niños:

–¡Claro que no! Ningún filó­sofo ha sido tan impor­tante –hizo una pausa para que aquilatáramos el peso de sus pal­abras, y añadió–: En el siglo xx nadie ha sido tan sig­ni­fica­tivo como Gandhi.

La dis­cusión sobre los méri­tos de los dis­tin­tos can­didatos subió de tono. La causa de ello fue mi padre. No hay nada más serio en el mundo que un niño jugando. Lo segundo más serio, es un filó­sofo jugando. Mi padre siguió argu­men­tando con tal enjun­dia que sen­ti­mos que, si no le dábamos la razón, se aver­gon­zaría de nosotros.

–¿Saben ust­edes lo que sig­nifica dar ejem­plo? –nos preguntó.

Un silen­cio rev­er­en­cial siguió a sus palabras.

–No esta­mos juz­gando un con­cepto ni una idea –añadió–, esta­mos eval­u­ando el peso de una vida. Enten­der el mundo es más sen­cillo que cam­biar el mundo.

Una vez más, com­pro­bamos que nunca ninguno de nosotros lo haría cam­biar de opinión. No opin­aba con agre­sivi­dad pero sí con vehe­men­cia. El tema le había intere­sado de un modo pre­ocu­pante: rev­e­laba nues­tra falta de pasión para respal­dar a nue­stros pro­pios candidatos.

–Ust­edes me van a per­donar –añadió casi molesto–, pero todo conocimiento es frívolo com­parado con una con­ducta íntegra.

Recordé entonces algo que me dijo en mi infan­cia acerca de George Wash­ing­ton. Muy rara vez trató de con­ta­gia­rme sus pref­er­en­cias; deseaba que yo deci­diera las mías, pasán­dolas por el tamiz de la razón. Su idea de la ped­a­gogía lo llev­aba a respetar el libre albedrío de un modo irrestricto, algo incó­modo para un niño que no sabía cómo usarlo.

Mi padre admiraba a Wash­ing­ton, no tanto por haber con­tribuido a la inde­pen­den­cia de Esta­dos Unidos, sino porque jamás había dicho una men­tira. “¿Ni de niño?”, le pre­gunt­aba yo. “¡Jamás!”, respondía él. Podía sacar el tema en una sobremesa, mien­tras mane­jaba su Opel o al hacer cola para el cine. Siem­pre lo abor­d­aba con una pre­gunta retórica, como si no hubiéramos tratado antes el asunto: “¿Sabes quién fue Wash­ing­ton?” Aunque mi respuesta era afir­ma­tiva, salía en tono vac­ilante (sospech­aba que, en vez de repren­derme en forma directa por alguna de mis men­ti­ras, mi padre men­cionaba a Wash­ing­ton para que yo recor­dara la inque­brantable vir­tud de la ver­dad). La edu­cación suele tener resul­ta­dos paradóji­cos; acaso ese ejem­plo admon­i­to­rio sirvió para que yo me intere­sara en los cues­tion­ables pero lib­er­adores recur­sos de la ficción.

Muchos años después, en el crepús­culo del siglo xx, mi padre volvía a la carga con otro ejemplo:

–Gandhi der­rumbó un impe­rio con un puñado de sal.

Se refería a la céle­bre car­a­vana de vein­tic­u­a­tro días hasta la ciu­dad de Dandi para protes­tar por el impuesto a la sal. El gob­ierno británico juzgó que un movimiento que enar­bo­laba una causa tan pre­caria estaba con­de­nado al fra­caso. Pero el abo­gado a quien Rabindranath Tagore lla­maría “Mahatma” (“Alma Grande”) sabía que nada es tan urgente como lo más sen­cillo. ¿Puede ser fre­nada una rev­olu­ción que proclama el dere­cho al aire, el agua o la sal de la Tierra? Al lle­gar a la meta, Gandhi tomó un puño de sal y dijo: “Estoy sacu­d­i­endo los cimien­tos del impe­rio británico”.

Mi padre recordó la escena con tal entu­si­asmo que no advir­tió que había tomado un cuchillo y lo blandió ante nosotros.

–Gandhi era paci­fista –dije.

–¡Por supuesto!

–Tienes un cuchillo en la mano.

Miró con sor­presa ese objeto del mundo real, son­rió ante la comi­ci­dad del des­tino, tal vez pensó en la rueda del cos­mos y la trans­for­ma­ción de la mate­ria, y señaló el salero con la serenidad de quien llega a una con­clusión satisfactoria:

–Gandhi, el hom­bre del siglo es Gandhi.



Filosofía y vida

Algu­nas décadas antes, Luis Vil­loro Toranzo había par­tic­i­pado en un curioso ejer­ci­cio prop­uesto por su mae­stro José Gaos. Hasta sus últi­mos días, mi padre admiró al repub­li­cano español que tradujo a Mar­tin Hei­deg­ger y llevó la filosofía mex­i­cana a un plano superior.

Pero en 1958 ocur­rió algo pecu­liar. El ya leg­en­dario pro­fe­sor decidió lla­mar a sus cua­tro prin­ci­pales dis­cípu­los –Emilio Uranga, Ale­jan­dro Rossi, Ricardo Guerra y Luis Vil­loro– para invi­tar­los a un sem­i­nario que se reuniría una vez al mes a lo largo de un año para revisar los fun­da­men­tos de su ofi­cio. Una pre­gunta deci­siva interesaba a Gaos: “¿En qué momento pre­ciso comenzó el interés por la filosofía y a qué se debía haber per­se­ver­ado vital y pro­fe­sion­al­mente en esa dis­ci­plina?” En otras pal­abras, el mae­stro plante­aba la relación entre filosofía y forma de vida. Los cua­tro en cuestión ya habían dejado de seguir sus cur­sos; eran filó­so­fos for­ma­dos, que comen­z­a­ban su propia trayec­to­ria. En 1950, año de la apari­ción de El laber­into de la soledad, mi padre había pub­li­cado la ver­sión en libro de su tesis de doc­tor­ado, Los grandes momen­tos del indi­genismo en Méx­ico. Con­ta­giado por el fer­vor nacional­ista de la década de los cin­cuenta, par­ticipó en el grupo Hiper­ión, inte­grado por filó­so­fos de su gen­eración, donde dis­cutían el con­cepto de “iden­ti­dad” y la especi­fi­ci­dad del ser del mexicano.

En 1958 ya con­taba con otros inter­locu­tores, más cer­canos en edad, y veía con dis­tan­cia crítica a quien quiso ser por última vez mae­stro de sus cua­tro alum­nos preferi­dos para dis­cu­tir con ellos el futuro, la vida por delante. Dis­cípulo de Ortega y Gas­set, Gaos con­sid­er­aba que las cir­cun­stan­cias de vida definían la man­era de pen­sar y deseaba cono­cer la opinión de sus mejores alumnos.

Los sal­dos de este colo­quio pri­vado se conocieron ape­nas en 2013, gra­cias al impre­scindible libro Filosofía y vocación, preparado y edi­tado por Aure­lia Valero Pie, con epíl­ogo de Guillermo Hurtado.

¿Qué sucedió en aque­l­las dis­cu­siones? Con la seguri­dad, no despro­vista de arro­gan­cia, de quienes se saben dueños de sus propias armas, los jóvenes filó­so­fos repu­di­aron a su mae­stro y se repu­di­aron entre sí. Todos con­sid­er­aron que la filosofía era una dis­ci­plina rig­urosa que podía ejercerse al mar­gen de las tribu­la­ciones del des­tino per­sonal, y mi padre insis­tió en el carác­ter no filosó­fico de una prop­uesta que plante­aba, simultánea­mente, una per­se­ver­an­cia “pro­fe­sional” y “vital”: “Los motivos per­son­ales que con­ducen a la acti­tud filosó­fica pueden ser diver­sos, mas todos tienen en común for­mar parte del orden mun­dano o pre­filosó­fico (…) Es pro­pio de la filosofía comen­zar donde ese orden ter­mina (…) Sería un cír­culo pre­tender explicar por el orden mun­dano nat­ural una acti­tud que con­siste en pon­erlo en cuestión”.

Aunque los dis­cípu­los de Gaos coin­ci­dieron en rec­hazar el planteamiento, dis­creparon en la forma de hac­erlo. El favorito de los cua­tro, a quien el mae­stro llam­aba primus inter pares, Emilio Uranga, arremetió con bril­lante sar­casmo con­tra sus cole­gas. Acusó a Ricardo Guerra de argu­men­tar como un rotario, a Ale­jan­dro Rossi de explicar todo lo que la filosofía no es y ser inca­paz de decir lo que sí es y a Luis Vil­loro de con­ducirse con la cal­cu­lada humil­dad de una vedette. El saldo de ese sem­i­nario infor­mal se parece más a una obra de teatro que a un encuen­tro filosó­fico. En su última inter­ven­ción, mi padre hizo un lla­mado a la pru­den­cia, solic­i­tando que la tri­fulca no se diera a conocer.

Lo sig­ni­fica­tivo, para efec­tos de este escrito, es que mi padre rec­hazó entonces lo que, con los mat­ices del caso, defend­ería el resto de su vida: la filosofía como forma de vida. Es posi­ble que nece­si­tara pasar por el expe­di­ente freudi­ano de “matar al padre” para estable­cer su pro­pio camino. Lo cierto es que pos­te­ri­or­mente aso­ció la reflex­ión con la par­tic­i­pación y juzgó, de man­era ya inmod­i­fi­ca­ble, que la vida cor­rob­ora el pen­samiento. En la página final de su teoría del conocimiento, Creer, saber, cono­cer, pub­li­cada en 1982, habla del papel eman­ci­pador del conocimiento para crear “una comu­nidad humana libre de suje­ción”, y con­cluye con una pre­gunta: “¿Qué papel desem­peña la razón en la lucha por lib­er­arnos de la dom­i­nación?” Este salto de la teoría a la praxis sólo se puede realizar si el pen­samiento encarna en for­mas de la acción; es decir, en prác­ti­cas de vida.

La dis­cusión con Gaos anticipó el der­rotero de los otros tres alum­nos, pero no el de mi padre. Como ha señal­ado con acierto Car­los Pereda, en su primer libro, Los grandes momen­tos del indi­genismo en Méx­ico, Luis Vil­loro dio un rodeo para lle­gar al mundo indí­gena. No estudió a los pro­tag­o­nistas sino a sus intér­pretes, los tem­pra­nos antropól­o­gos del nuevo mundo. Este interés por los estu­diosos de la alteri­dad antic­i­paba una pro­gre­siva aten­ción hacia el ter­ri­to­rio de los hechos, hacia la forma en que un filó­sofo puede par­tic­i­par en su circunstancia.



La madru­gada del mundo

El 31 de diciem­bre de 1993 mi padre jugaba aje­drez con mi her­mana Renata, mien­tras con­tem­pla­ban el atarde­cer en el lago Ati­tlán, en Guatemala. El último sol del año descendía tras las mon­tañas y ellos movían piezas sin saber que, no lejos de ahí, algo cam­bi­aba en el tablero del mundo. Unas horas más tarde, la rebe­lión zap­atista actu­al­izó las deman­das de los pueb­los indios y demostró que el rezago de dece­nas de comu­nidades no era un tema digno de los museos de etno­grafía, sino una urgen­cia que debía entrar a la agenda de la modernidad.

A par­tir de ese momento, el estu­dioso de Sahagún, Las Casas, Clav­i­jero y Vasco de Quiroga, se con­vir­tió en inter­locu­tor de las comu­nidades indí­ge­nas, no con el afán de acon­se­jar­las o ilus­trar­las, sino para apren­der de ellas. Se cerró así un sor­pren­dente giro vital: de la reflex­ión indi­genista ini­ci­ada en los años cin­cuenta en la que era intér­prete de los primeros intér­pretes, mi padre se trans­formó en tes­tigo pres­en­cial, pro­lon­gando el linaje de Sahagún.

Su última obra, La alter­na­tiva, aún inédita, es una reflex­ión sobre el paso de la democ­ra­cia rep­re­sen­ta­tiva a la democ­ra­cia directa. El libro pro­longa una obra pre­via, El poder y el valor, y estu­dia la relación entre ética y política en las Jun­tas de Buen Gob­ierno de la zona zapatista.

La paradoja de la con­tribu­ción moral a la política es que suele venir de quienes bus­can el poder sin afán de ejercerlo. “Para nosotros, nada; (…) ayú­den­nos a no ser posi­bles”, expresó el Sub­co­man­dante Mar­cos. Las luchas de Gandhi y Mar­tin Luther King rep­re­senta­ban para mi padre momen­tos supe­ri­ores en los que se trans­forma la sociedad sin bus­car el usufructo del poder, y la gesta zap­atista aparece en sus pági­nas como un episo­dio deci­sivo de esa tradi­ción. La pre­gunta con que final­izó Creer, saber, cono­cer en 1982 obtenía respuesta en 1994.

El entu­si­asmo de mi padre por el movimiento zap­atista no se podría enten­der sin su apre­cio por las figuras-puente, los het­ero­doxos que bus­can “man­dar obe­de­ciendo” y ejercen una moral­i­dad pro­fana. Se trata de seres que se real­izan a través del otro y asumen los desafíos de la neg­a­tivi­dad (dicen no al poder, a la riqueza e incluso a la iden­ti­dad per­sonal, trans­fig­urán­dose en Mahatma, Mar­cos o Votán Galeano). La meta de estos líderes es, por defini­ción, inal­can­z­able, pues extien­den su hor­i­zonte a medida que se aprox­i­man a él. Su trayec­to­ria no con­cluye, se inter­rumpe, a través de la dis­olu­ción de la iden­ti­dad (Mar­cos) o el sac­ri­fi­cio (Gandhi, Luther King).

Isabel Cabr­era advir­tió que en los tex­tos de filosofía de la religión de Luis Vil­loro hay siem­pre un “toque de rev­er­en­cia”. Lo mismo se puede decir de su man­era de enten­der a los trans­for­madores altru­is­tas de la realidad.

Edu­cado por los jesuitas en el cole­gio de Saint Paul, en Bél­gica, el joven Vil­loro se interesó menos en el cumplim­iento de los rit­uales reli­giosos que en el sen­tido mismo de la fe. Su her­mano mayor, Miguel Vil­loro Toranzo, sería jesuita y jurista. Con fre­cuen­cia, bromeábamos diciendo que el más creyente de los dos era mi padre. Ajeno a la orto­doxia católica y ene­migo de la idea de pecado, el menor de los her­manos se con­ducía como quien tiene una mis­ión ulte­rior. Jamás pen­samos que al estar con nosotros sólo estu­viese con nosotros. Su mente deam­bu­laba por otro sitio.

En algún momento, mi abuela materna me dijo que mi padre era “comu­nista”. A los 6 o 7 años, creí enten­der que eso sig­nifi­caba actuar en secreto, con una final­i­dad pro­hibida. Era fácil atribuir a mi padre la vida para­lela del espía, el inves­ti­gador pri­vado, el super­héroe, el mís­tico o el mil­i­tante clan­des­tino. Algo impor­tante se fraguaba en su cere­bro, algo inco­mu­ni­ca­ble y defin­i­tivo, que sólo pros­per­aba en cuidado ocultamiento.

Ser hijo de un filó­sofo no es muy dis­tinto a ser hijo de un agente doble, sobre todo si ese filó­sofo con­sid­era que pen­sar en forma clara y dis­tinta es una pos­tura de vida.

Cada vez que yo lle­gaba a pedirle dinero para una gui­tarra eléc­trica, lo encon­traba sum­ido en otras pri­or­i­dades. Tal vez pens­aba “¿Qué es una época?”, tema al que dedicó sus­tan­ciosas reflex­iones, al mar­gen de las moles­tias de su pro­pio tiempo, donde su hijo no con­seguiría una Fender Telecaster.

Mi padre entendía su dis­ci­plina como una activi­dad que puede salir al aire libre o cam­biar el mundo, pero tenía una mar­avil­losa capaci­dad para abstraerse de todo lo que no le interesaba. Su madre lo llam­aba El Caballero del Silen­cio, y mi her­mana Renata se acer­caba en sig­ilo al sofá donde él estaba recostado, viendo el techo: “¿Qué haces, papá?”, le pre­gunt­aba; “Estoy pen­sando”, decía el padre que se gan­aba la vida con la mente.

Cuando Héc­tor Men­doza filmó La Suna­mita, en 1965, para par­tic­i­par en el Primer Con­curso de Cine Exper­i­men­tal, no contó con sufi­ciente pre­supuesto para con­tratar actores, de modo que hizo un cast­ing entre los mae­stros de la Fac­ul­tad de Filosofía y Letras. “Tengo un papel per­fecto para ti”, le dijo a mi padre, que había actu­ado en Gua­na­ju­ato en los Entreme­ses Cer­van­ti­nos y ganado con­cur­sos de ora­to­ria en el bachiller­ato de los jesuitas. El per­son­aje elegido para el joven filó­sofo no sor­prendió a nadie. En efecto, se trataba de un sacerdote.

Las libre­tas de juven­tud de mi padre (casi todas dimin­u­tas, de pasta negra) rep­re­sen­tan una can­tera impre­scindible para cono­cer una mente en for­ma­ción. En enero de 1941, a los 19 años, escribe en una de ellas un ensayo sobre “El prin­ci­pio activo de la mate­ria y la exis­ten­cia de Dios”. Ahí apunta: “En la mate­ria pasiva había com­pleto equi­lib­rio, com­pleta igual­dad de energías; para poder orig­i­nar esa desigual­dad [a través de un] prin­ci­pio de acción, hizo falta que la mate­ria pasiva ‘actu­ase’, tra­ba­jase (ya sea atrayendo y liberando energía, ya sea por medio del movimiento o por otro medio), de man­era de dese­qui­li­brar lo equi­li­brado. ¿Y cómo podemos admi­tir que ese ‘prin­ci­pio de iner­cia’ que no posee ninguna activi­dad, que sólo es capaz de recibir impul­sos extrínsecos, sacara de sí misma la fuerza nece­saria para eje­cu­tar ese dese­qui­lib­rio? (…) ese prin­ci­pio de activi­dad, ese dese­qui­lib­rio, sólo puede ser orig­i­nado por una causa extrínseca a la mate­ria y por tanto espir­i­tual, en otras pal­abras: por Dios”. Poco más ade­lante remata con exaltación: “Una vez más vemos que las teorías cien­tí­fi­cas no hacen más que con­fir­mar los datos de la fe”. En esa misma época, con­cibió un ensayo con el título de “Segunda prueba de la exis­ten­cia de Dios”.

De vez en cuando los cuader­nos se apartan de temas reli­giosos. De pronto, un poema de amor rev­ela que el autor es un hom­bre dis­puesto a “cono­cer el siglo”, como se decía entonces para aludir, no a los tra­ba­jos del tiempo, sino a lo que las mujeres provo­can en el tiempo.



La muerte de dios y la pres­en­cia de lo otro

A los 24 años, mien­tras cursaba la car­rera de Med­i­c­ina que luego cam­biará por la de Filosofía, mi padre ini­ció un cuaderno ded­i­cado a los “Tra­ba­jos para el lab­o­ra­to­rio de bio­química”. Unas cuan­tas pági­nas después, se apartó de esos temas para reflex­ionar sobre la visión mís­tica. Más ade­lante, bosquejó una trage­dia sobre Caín y Abel en la que se pro­ponía estu­diar la inter­de­pen­den­cia entre el bien y el mal. Dios nece­sita que Caín encarne el odio; en con­se­cuen­cia, para amar a Dios, Abel debe darle espa­cio a ese odio. Ama tanto que admite lo con­trario al amor. El sub­tí­tulo de esta obra en proyecto, escrito a lápiz, es: “Bosquejo de una trage­dia fin­cada en la empatía”.

Max Weber trasladó el con­cepto de “carisma” del ámbito reli­gioso a la soci­ología. Mi padre hace un desplaza­miento sim­i­lar con la noción de “empatía”. En su primer tratamiento del tema depende de claves reli­giosas, pero poco a poco traslada el con­cepto a la ética de las creen­cias y la acción política.

Cuando aban­dona la Med­i­c­ina por la Filosofía, ha dejado de ser un hom­bre de fe, pero aún inter­roga lo inefa­ble. Esta pre­ocu­pación se pro­longa en sus cur­sos de filosofía de la religión y en numerosos ensayos pos­te­ri­ores. Isabel Cabr­era reunió estos tra­ba­jos bajo un título que alude al elu­sivo reverso de las cosas: Vis­lum­bres de lo otro.

Ale­jado de la doc­t­rina, Luis Vil­loro busca la com­pren­sión racional de un enigma que no deja de con­moverlo en lo más hondo. Su acti­tud se ase­meja a la del escritor más pro­fun­da­mente reli­gioso de la lit­er­atura mex­i­cana, José Revueltas. Sin ser creyente, el autor de Dios en la Tierra abordó la fe como un fenó­meno esen­cial para explicar lo humano. Com­partía con Dos­toievski el interés por las parábo­las morales, pero no encon­tró con­suelo en el catoli­cismo. Exil­i­ado de la fe, Revueltas quiso saber por qué los hom­bres nece­si­tan creer en lo indemostrable.

La acti­tud de mi padre es sim­i­lar. En el más lit­er­ario de sus tex­tos, “La mezquita azul”, se pre­gunta qué necesi­dad tiene alguien que no vive inmerso en lo sagrado de explo­rar la expe­ri­en­cia reli­giosa y responde: “Sólo un hom­bre divi­dido entre la nos­tal­gia por lo sagrado y la men­tal­i­dad racional­ista, cien­tí­fica, que com­parte con su época, puede sen­tir la urgen­cia de jus­ti­ficar su creen­cia en lo otro, porque sólo así puede ser con­sis­tente con su con­cep­ción del mundo y pre­sen­tarla como acept­able para otros hom­bres (…) La labor del pen­samiento ha sido ‘pro­fanizar’ la creen­cia en lo sagrado (…) para que pueda acep­tarlo quien no vive habit­ual­mente en él (…) Su empeño paradójico ha sido con­ver­tir en razon­able lo indeci­ble. ¿Pero de qué otra forma podría la razón dar tes­ti­mo­nio de aque­llo que la rebasa?”

La filosofía establece un vín­culo entre una expe­ri­en­cia extra­or­di­naria, intrans­feri­ble, y el mundo pro­fano en el que ocurre; no resuelve el mis­te­rio de lo otro, pero explica las condi­ciones en que ocurre. En “Visión de la razón ante lo sagrado”, mi padre advierte: “Lo sagrado no es deter­minable por los con­cep­tos que usamos para tratar de obje­tos y de rela­ciones entre obje­tos; sin embargo, se mues­tra; puedo, por tanto, decir de él una sola cosa: que existe”.

El joven que demostraba la exis­ten­cia de Dios en sus cuader­nos se trans­formó en un “ciru­jano con­cep­tual”, como lo llama Isabel Cabr­era, el pen­sador que dis­ec­ciona sis­temas de creen­cias. Asumió otro reg­istro int­elec­tual, deter­mi­nado por la razón, pero con­servó un tem­ple emo­tivo ante la repentina apari­ción de lo sagrado.

En uno de sus cuader­nos de los años cuarenta, escribió a propósito de Dos­toievski: “La demostración de la inmor­tal­i­dad del alma y la exis­ten­cia de Dios es imposi­ble; lo posi­ble es con­vencerse”. Para ese momento ya no estu­di­aba la mate­ria en busca de la divinidad; reconocía lo inútil de ese empeño, pero refrend­aba la posi­bil­i­dad de creer sin evi­den­cia de por medio. El pro­pio Dos­toievski le fue esen­cial para dar este salto. A través de su con­cep­ción del “Dios oculto”, el nov­el­ista supedita la creen­cia al libre albedrío. Siendo Dios todopoderoso, podría man­i­fes­tarse con mila­gros y otros efec­tos espe­ciales para con­vencer a la humanidad entera. ¿Por qué no lo hace? La respuesta de Dos­toievski es que la fe sólo tiene sen­tido como con­se­cuen­cia de la lib­er­tad indi­vid­ual. La creen­cia debe ser deci­dida sin más prueba que la propia creencia.

En un ensayo de 2001 mi padre vuelve al tema de Dos­toievski: “El abate Zósima, per­son­aje de Los her­manos Karamá­zov, pred­ica el amor de Dios. Un dis­cípulo lo inter­rumpe y lo increpa: ‘¿Cómo voy a amar a Dios si no creo en él?’ y Zósima con­testa: ‘Ama a Dios y creerás en él’.” La fe existe en la prác­tica. El con­tacto con el bud­ismo afi­anzó esta idea en el filó­sofo de la religión: creer es un trayecto, una forma de vida que lib­era del sufrim­iento y la cár­cel men­tal del yo. En este sen­tido, la fe no depende de su inver­i­fi­ca­ble meta, sino de los pasos hacia esa meta.



La igle­sia y la mezquita

Dos esce­nas muy apartadas definen un estilo de pen­samiento. En un cuaderno de juven­tud, mi padre relata su visita a una igle­sia y la sobrecoge­dora expe­ri­en­cia que ahí recibe. ¿Cómo explicar esa sen­sación que carece de nom­bre y, sin embargo, trans­porta sen­so­rial­mente y ofrece pecu­liar con­suelo? Quien habla entonces es un cris­tiano, un joven ante el altar de su grey.

Casi medio siglo después, el pro­ced­imiento se repite en la mezquita azul de Estam­bul. El filó­sofo es ya un pen­sador maduro, que ha dado un rodeo por la fenom­e­nología y la filosofía analítica y ha escrito su propia teoría del conocimiento. En este caso, no se aden­tra en una religión cono­cida desde la infan­cia, sino en una con­cep­ción ajena, fun­dada en el Corán. Ahí revive las mis­mas emo­ciones tran­scritas en un cuaderno estu­di­antil. De pronto, la razón es super­ada por una sen­sación inde­scriptible. Las ple­garias, el dibujo de la escrit­ura árabe en los muros, las altas cúpu­las donde resue­nan los rezos, los minaretes como agu­jas hacia el cielo, piden ser com­pren­di­dos. El resul­tado de ese deslum­bramiento dio lugar a “La mezquita azul”, pub­li­cado por Octavio Paz en la revista Vuelta. El poeta encomió esta reflex­ión, no muy ale­jada de las suyas. Años antes, en su ejem­plar de El arco y la lira, mi padre había sub­rayado estos pasajes: “¿Qué hay del otro lado de la vig­ilia y de la razón? La dis­trac­ción quiere decir: atrac­ción por el reverso de este mundo (…) En con­se­cuen­cia, es inex­acto lla­mar pasivos o neg­a­tivos a los esta­dos recep­tivos (…) Novalis afirma que la poesía es algo así como religión en estado sil­vestre y que la religión no es sino poesía prác­tica, poesía vivida y hecha acto. La cat­e­goría de lo poético, por tanto, no es sino uno de los nom­bres de lo sagrado (…) Lo real­mente dis­tin­tivo de la expe­ri­en­cia reli­giosa no con­siste tanto en la rev­elación de nues­tra condi­ción orig­i­nal cuando en la inter­pretación de esa rev­elación”. En su juven­tud, mi padre busca la rev­elación; en su madurez, la interpreta.

Al entrar en la mezquita anota, tran­sido de emo­ción: “Soy musul­mán, bud­ista, cris­tiano y no soy de igle­sia alguna (…) Sólo soy uno de tan­tos, pero mi vanidad está aún pre­sente. Me miro a mí mismo y reg­istro mis pal­abras. Me per­cato de que pienso y de que iré, tal vez, a escribir sobre este momento. Entonces ruego: ‘Per­mite que se aleje mi orgullo, que se destruya mi inmensa vanidad, que se borre por fin mi egoísmo’.” Esta puesta en blanco de la mente le per­mite sen­tir lo otro, percibirlo sin cono­cer su nom­bre. ¿Cómo aquilatar ese momento? “Me levanto. Pienso: sé que vuelve de nuevo mi egoísmo, sé que empiezo a poner en duda, de nuevo, lo que acabo de vivir con certeza. ¡Dios mío! ¿Qué puedo hacer para no darte la espalda, para dar tes­ti­mo­nio de tu glo­ria? Muy poco tengo para dar. No soy poeta, ni tengo la visión cert­era y la pal­abra evo­cadora del buen nar­rador. Tam­poco tengo el alma pura y estoy muy lejos de la san­ti­dad. No soy capaz de hacer de mi propia vida un tes­ti­mo­nio. Sólo me queda algo mucho más torpe y burdo: puedo pensar.”

“La mezquita azul” abre con esta evo­cación lírica de la expe­ri­en­cia reli­giosa y con­tinúa con una pon­deración filosó­fica que explica y vuelve acept­able en un con­texto cul­tural laico el instante de la ilu­mi­nación. Así, lo inefa­ble se inscribe en lo que puede ser com­pren­dido. El análi­sis racional explica una viven­cia, pero no la susti­tuye, pues su sen­tido depende, jus­ta­mente, de su indeci­ble condición.

En el pasaje citado aparece una frase car­di­nal: “No soy capaz de hacer de mi propia vida un tes­ti­mo­nio”. Esto puede leerse como “no soy capaz de dar ejem­plo”. Pero la ejem­plar­i­dad se funda en una paradoja: es inca­paz de val­o­rarse a sí misma. El ejem­plo se da, no se proclama. Quien emprende ese camino pred­ica con su vida. Esto es cierto para las fig­uras reli­giosas y para los líderes que alteran el poder sin bus­carlo para sí mis­mos. “Nadie es pro­feta en su tierra”, dice Jesu­cristo, aumen­tando sus posi­bil­i­dades de ser profeta.

Lo ejem­plar depende de la mirada ajena; es atrib­uto de los tes­ti­gos. Existe para los demás, no para quien lo encarna.

¿Hasta dónde quiso mi padre par­tic­i­par de la ejem­plar­i­dad que tanto admiraba en otras fig­uras? La primera man­era de ejercerla era negarla.

La prox­im­i­dad con él no es la forma más obje­tiva de rendir tes­ti­mo­nio. Mi mirada está teñida por las sub­je­tivi­dades de la per­spec­tiva fil­ial: “Nadie es un gran hom­bre para su valet de cham­bre”, escribió Molière. De modo pare­cido, un padre es recor­dado por las acciones y las omi­siones del trato famil­iar. El hijo conoce las dudas, los malos cál­cu­los, las tor­pezas, las irrita­ciones comunes de quien, desde otra per­spec­tiva, puede ser percibido como una gran figura. Ser hijo sig­nifica for­mar parte del ensayo y el error, de los bor­radores que lle­van a la ver­sión que la pos­teri­dad juz­gará definitiva.

“La fama es siem­pre una sim­pli­fi­cación”, escribió Borges. El carác­ter ejem­plar de un per­son­aje tiene que ver con un adel­gaza­miento inter­pre­ta­tivo. La con­tra­dic­to­ria per­sona en que se sus­tenta se diluye en favor de un con­cepto que la resume. Cuando Hegel vio a Napoleón en Jena, exclamó “¡Al fin he visto una idea a caballo!” Las infini­tas tribu­la­ciones del prócer se con­den­saron en esa fór­mula. El autor de la Dialéc­tica del espíritu no habría podido decir algo sim­i­lar de un pariente.

En su admiración por Wash­ing­ton o Gandhi, mi padre hizo una operación int­elec­tual seme­jante; cada uno encar­n­aba una Idea: la Ver­dad, la Jus­ti­cia. Le resultaba más fácil com­pren­der a la humanidad que com­pren­der a una per­sona, pero era imbat­i­ble cuando entendía lo que una per­sona aportaba a la humanidad.

Recuerdo la dis­cusión que tuvo en una cena con Ale­jan­dro Rossi acerca de la opción de vivir en alguna ciu­dad de provin­cia. El D. F. era ya invivi­ble en los años setenta del siglo pasado y los comen­sales bus­ca­ban alter­na­ti­vas, sabi­endo que no asumirían ninguna de ellas (desde entonces, per­manecer en la ciu­dad de Méx­ico requiere de un ince­sante sim­po­sio filosó­fico sobre la posi­bil­i­dad de no per­manecer en la ciu­dad de México).

Alguien comentó aque­lla vez que Puebla era una ciu­dad her­mosa, no lejos de la cap­i­tal, con buen clima y esplén­dida comida. “El prob­lema es la gente”, ter­ció otro con­ter­tulio. “¡¿Pero por qué les pre­ocupa la gente?!”, pre­guntó mi padre, con sin­cero asom­bro. “Bueno, el prob­lema es que hay gente”, respondió Ale­jan­dro, sin dejar de son­reír ante la capaci­dad de su amigo para abstraerse de las extrañas man­eras que las per­sonas tienen de ser concretas.

El interés de mi padre por el prójimo dependía del modo en que ponía en prác­tica una idea. Esto rev­ela un rasgo esen­cial de su con­ducta: en con­tra de lo que dijo en aquel sem­i­nario de 1958 prop­uesto por José Gaos, con­vir­tió la filosofía en forma de vida.

En el entorno famil­iar era alguien de indis­cutible autori­dad moral, aval­ado por siglas de cuyo pres­ti­gio no dudábamos (la unam, la uam, la unesco, el pmt), pero que mostraba sufi­cientes manías, olvi­dos y fal­las para ser nor­mal. Conoci­mos la tramoya donde el per­son­aje era, como todos los hom­bres, un sujeto sin brújula con ganas de dormir la siesta. Pero en la may­oría de sus actos es posi­ble des­cubrir una ten­ta­tiva, no siem­pre exi­tosa, de ejercer una con­ducta intachable.

En una ocasión tomó un taxi para ir al Hos­pi­tal Mosel, donde sería oper­ado. No le avisó a nadie porque no deseaba alterar la vida de los otros y porque se trataba de una inter­ven­ción sen­cilla. Sin embargo, al llenar el for­mu­la­rio de ingreso, encon­tró un rubro con el que no con­taba: debía dar el nom­bre de un “ter­cero” capaz de asumir respon­s­abil­i­dades. De nuevo com­probó que la lib­er­tad sólo existe en forma condi­cionada. “Además, alguien se puede pre­ocu­par por usted”, le dijo una enfer­mera. Mi padre advir­tió entonces que su afán de ser oper­ado en secreto para no inco­modar a nadie podía tener con­se­cuen­cias neg­a­ti­vas para los demás. Sin saberlo, había actu­ado con egoísmo. Se arre­pin­tió de su con­ducta –con una vehe­men­cia que sor­prendió a la enfer­mera, según me con­taría después– y se pro­puso localizarme, con tal insis­ten­cia que me local­izó en Pátzcuaro, donde yo asistía a un colo­quio lit­er­ario. No habló direc­ta­mente con­migo: dejó un men­saje escueto en el hotel, diciendo que lo iban a operar. El encuen­tro se sus­pendió por unas horas. Imag­i­namos que una enfer­medad gravísima provo­caba esa lla­mada de emer­gen­cia, y Felipe Gar­rido, orga­ni­zador del acto, pagó de su bol­sillo un boleto de avioneta para que yo pudiera regre­sar a toda prisa.

El hom­bre que llegó en taxi al quiró­fano para no dar moles­tias, reca­pac­itó justo a tiempo para dar muchas más moles­tias. Mi padre comentó de buen humor el episo­dio al salir del hos­pi­tal: “No supe pen­sar a tiempo”. Luego aso­ció su ofi­cio con los reme­dios de la med­i­c­ina que alguna vez pensó ejercer: como los viejos medica­men­tos, la filosofía debe agi­tarse antes de usarse.



El por­tal de un camino

Desde muy joven, mi padre luchó con­tra el demo­nio de la vanidad. Se sabía inteligente, pero no quería caer en la arro­gan­cia de quien tiene más respues­tas que pre­gun­tas. Sus cuader­nos de los años cuarenta reg­is­tran sus desve­los para librarse de la sober­bia int­elec­tual, algo que José Gaos con­sid­er­aba inma­nente a los pro­fe­sion­ales del pen­samiento, y que se dis­cute en los tex­tos de Filosofía y vocación.

De una man­era obsesiva, sin duda exager­ada, Luis Vil­loro procuró ocul­tar el menor atisbo de una con­ducta altiva. Sus libre­tas llev­a­ban un recuadro con los datos del propi­etario. En aque­lla época, ante­rior a la pro­lif­eración de las imá­genes, se ano­ta­ban “señas par­tic­u­lares” para que la per­sona pudiera ser recono­cida. Donde decía “Com­plex­ión”, mi padre escribió: “De inferioridad”.

En oca­siones, su escrupu­loso afán de mod­es­tia pudo ser con­fun­dido, como sug­ería Uranga, con una sofisti­cada vari­ante del nar­ci­sismo. Para avalar su con­ducta, mi padre buscó ejem­p­los a seguir y encon­tró uno esen­cial en la lit­er­atura. Cuando leí Los her­manos Karamá­zov me hizo una pre­gunta que me pare­ció innece­saria: “¿Con qué her­mano te iden­ti­fi­cas?” Para mí, sólo había una elec­ción; el pri­mogénito Dim­itri era prag­mático y demasi­ado sim­ple, y Aliosha, un san­tur­rón. Iván, por el con­trario, era un héroe de la libre elec­ción y los desafíos del pensamiento.

Dos­toievski con­cibió a Iván en forma pare­cida al Raskol­nikov de Crimen y cas­tigo: un rebelde inmod­er­ado, que ponía en riesgo la tradi­ción. Sin embargo, pre­sentó su pos­tura en forma tan hábil que el per­son­aje resultó más elocuente que su autor. “Inteligen­cia, soledad en lla­mas”, escribió José Goros­tiza. Iván Karamá­zov encar­n­aba ese lúcido incen­dio. Mi sor­presa fue mayús­cula cuando mi padre dijo que él se iden­ti­fi­caba con Aliosha, el hom­bre de fe que ama al prójimo.

Tuvi­mos esta dis­cusión cuando él ya había abju­rado del catoli­cismo y luchaba al lado de Heberto Castillo en la creación del Par­tido Mex­i­cano de los Tra­ba­jadores. Antes había mil­i­tado en las juven­tudes del Par­tido Pop­u­lar con Vicente Lom­bardo Toledano; rep­re­sentó a Méx­ico en un encuen­tro en la Unión Soviética; firmó desple­ga­dos con­tra la invasión estadunidense en Bahía de Cochi­nos, que le valieron pasar al Libro Negro de quienes tenían pro­hibida la entrada a Esta­dos Unidos, y formó parte de la Coali­ción de Mae­stros durante el movimiento estu­di­antil del 68. ¿Qué tenía que ver ese uni­ver­si­tario com­pro­metido con la izquierda, que nunca iba a misa, con Aliosha, el beato de los Karamázov?

A la dis­tan­cia, encuen­tro un eco sig­ni­fica­tivo entre esta dis­cusión y la que tuvi­mos después a propósito de Gandhi. “Lo impor­tante no son las ideas, sino la con­ducta a la que lle­van esas ideas”, dijo al hablar de los her­manos rusos. Encon­tré la misma con­vic­ción en un aforismo de Licht­en­berg: “No hay que juz­gar a los hom­bres por sus ideas, sino por aque­llo en lo que sus ideas los con­vierten”. Hegel se interesó en Napoleón y mi padre en Gandhi por la forma en que la con­se­cuen­cia define al pensamiento.

La parábola de Iván sobre el Gran Inquisidor fascin­aba a mi padre; admiraba esa bril­lante arenga para impug­nar el papel coerci­tivo de la religión, pero el des­tino abierto del per­son­aje le resultaba pre­ocu­pante: carecía de carác­ter ejem­plar. En cam­bio, Aliosha encar­n­aba la iden­ti­dad entre pal­abra y acto. Además, su pos­tura no era menos crítica. Releyendo la obra, encon­tré esta frase del menor de los Karamá­zov: “Con­tra dios no me rebelo, es sólo que no acepto su mundo”. En la tra­duc­ción de Rafel Cansi­nos Assens, las últi­mas cua­tro pal­abras, no acepto su mundo, apare­cen en cur­si­vas. El per­son­aje que en mi primera lec­tura entendí exclu­si­va­mente como un beato, veía el mundo de man­era crítica, pero se ajustaba a él lo sufi­ciente para dar ejemplo.

En 2011 conocí a Mar­shall Berman en Nueva York y comentó que impartía “un curso más” sobre Marx y Dos­toievski. Habíamos cenado en casa de Car­men Boul­losa y Mike Wal­lace y él se había apropi­ado de una enorme cubeta de helado, de la que tomaba cucharadas sin dejar de hablar. Lleg­amos al clásico tema de los her­manos Karamá­zov: ¿con cuál nos iden­ti­ficábamos? Como mi padre, la mujer de Berman escogió a Aliosha. El autor de Todo lo sólido se desvanece en el aire pre­firió a Iván: “Me gus­taría escoger a Aliosha, pero carezco de mérito reli­gioso”, dijo. Después de dos cucharadas de helado, rec­ti­ficó, mirando a su esposa: “No sé si debo usar la pal­abra ‘reli­gioso’; más bien debería decir ‘moral’. Es fácil vivir como Iván y enseñar en cuny; en cam­bio, para vivir con alguien como Iván, tienes que tener los méri­tos de Aliosha”, con­cluyó, mien­tras su esposa sonreía.

Al final de su ensayo “El con­cepto de Dios y la pre­gunta por el sen­tido”, mi padre incluye la cita del abate Zósima que men­cioné antes: “Ama a Dios y creerás en él”. ¿Qué acti­tud per­mite vis­lum­brar lo otro? Siem­pre esquivo, el reverso de la razón está ahí. El pen­samiento puede explicar su exis­ten­cia pero no avalarla. De acuerdo con mi padre, su “jus­ti­fi­cación cor­re­sponde al orden del sen­timiento; está en la capaci­dad de despren­der­nos del apego a nue­stro yo y de sen­tir que nues­tra ver­dadera real­ización está en la afir­ma­ción del otro, del todo. Y en eso con­siste el amor”. La lec­ción de Aliosha fue per­durable en el filósofo.

Una sem­ana antes de morir, en las últi­mas pal­abras que le grabó su com­pañera, Fer­nanda Navarro, mi padre habló del “sico­moro”, nom­bre que prefería para la higuera del Buda. En su libro canónico sobre el bud­ismo, Edward Conze escribe: “En el vasto vocab­u­lario del bud­ismo no encon­tramos ningún tér­mino que equiv­alga a ‘filosofía’.” Para el “ciru­jano con­cep­tual” había algo lib­er­ador en intere­sarse en una forma de pen­samiento que busca la aniquilación del yo y se resiste a explicar el mundo a través de un sis­tema de creencias.

No es casual que sus últi­mos apuntes hayan sido una pecu­liar reflex­ión sobre bud­ismo y zap­atismo. Más que un desar­rollo argu­men­tal, mi padre anotó epi­gra­mas, frases sueltas cuya idea rec­tora es la búsqueda de lo otro, “sólo descriptible neg­a­ti­va­mente”: la no opre­sión, la no dom­i­nación, la no división, la no vio­len­cia. “El camino es un no fin. Es lo aún no logrado”, escribe a los 91 años. Más ade­lante agrega: “Lo otro: utopía: lo que no es pero indica una meta, per­mite el camino”, y cita a Anto­nio Machado: “Se hace camino al andar”. Por su parte, Conze apunta: “Está en la nat­u­raleza de las cosas que el conocimiento íntimo del camino es dado sólo por aque­l­los que cam­i­nan por él”.

Más allá de las difer­en­cias que advierte entre bud­ismo y zap­atismo, en sus últi­mos apuntes el filó­sofo encuen­tra ele­men­tos de con­flu­en­cia: el sen­tido inter­minable del camino, la meta siem­pre aplazada, la dis­olu­ción de los intere­ses indi­vid­uales en favor de la comu­nidad, el cumplim­iento de los val­ores per­son­ales a través del otro y de lo otro: “La real­ización indi­vid­ual depende del no indi­vid­u­al­ismo. El olvido de uno mismo. La real­ización social depende del no poder”. Y agrega con su letra de alam­bre: “No pura teoría, praxis real”.

Trans­for­mar el mundo exige asumir la reflex­ión como un anticipo de la con­ducta. Luis Vil­loro Toranzo tran­sitó del sen­timiento reli­gioso al com­pro­miso político a través de una ética de vida. En lo sagrado y lo pro­fano admiró la cat­e­goría del ejem­plo. No siem­pre quiso dar expli­ca­ciones para sus actos, dese­ando que los demás inter­pre­taran libre­mente su con­ducta, y se negó a con­ced­erse impor­tan­cia, reglas bási­cas para dar ejemplo.

Sus hijos difí­cil­mente lo ver­e­mos como una figura despro­vista de las con­tradic­ciones de la vida diaria, pero recibiríamos una repri­menda ultra­ter­rena si no recono­ciéramos que cier­tas fig­uras sir­ven para dar ejem­plo y cam­biar el mundo con un puñado de sal.

El 5 de marzo de 2014, Luis Vil­loro llamó a mi her­mana Renata para felic­i­tarla por su cumpleaños. Después de col­gar el telé­fono, dio las gra­cias a la empleada que le ofrecía algo y cerró los ojos, como quien cierra un libro.

“La filosofía es una preparación para la muerte”, pos­tuló Mon­taigne. La frase ha tenido muchas man­eras de ser cierta. Ante la tran­quil­i­dad con que mi padre aguard­aba su des­tino, varias veces le dije: “La filosofía prepara para la muerte pero a ti se te está pasando la mano”. Por toda respuesta son­reía, pen­sando en su camino.

Unos ver­sos de Rubén Boni­faz Nuño sir­ven para acom­pañarlo en ese viaje:



Que no sea mi amor amurallada

cár­cel, ni vaso que recibe,

sino un cristal tran­sido, un cauce tierno

el por­tal de un camino.


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