Juan Villoro
Cuando agonizaba el siglo xx, mi padre convocó a sus hijos a una comida de fin de año en un restaurante de la colonia Condesa. Mis hermanos viven fuera de la ciudad de México, de modo que la reunión se revestía de un aire de singularidad. En algún momento de la sobremesa, la conversación languideció, como ocurre cuando las cosas urgentes ya se han dicho y escasean las anécdotas de la vida en común.
Para aliviar el silencio, propuse un juego. Siguiendo el ejemplo de la revista Time, debíamos escoger al hombre o la mujer del siglo.
Fiel a su hábito de interrogar antes de responder, usando cuidadas conjugaciones, el filósofo dijo:
–¿Por qué habríamos de escoger a una persona?
–Imagina que integramos la redacción de un periódico y debemos decidir quién fue la figura más influyente del siglo xx –opiné con entusiasmo publicitario.
–¿Y qué clase de periódico es ése? –preguntó mi padre con desconfianza.
–No sé, uno hecho por nosotros.
–¿Y por qué habríamos de fundar nosotros un periódico?
–¡Porque ya no tenemos de qué hablar! –comenté con desesperación.
Esto lo hizo reír y aceptó el juego.
La primera candidatura vino de mi hermano Miguel. Doctor en Física, eligió al científico por antonomasia que quiso hallar las llaves del universo: Albert Einstein. Sabiendo que tenía pocas posibilidades de triunfar, yo elegí a un héroe de la contracultura, capaz de cambiar la vida con la música y de calcular cuántos agujeros se necesitan para llenar el Albert Hall: John Lennon. No recuerdo otras propuestas, pero sí el silencio de mi padre. Para animarlo a participar, recitamos nombres de filósofos, hasta que habló con el hartazgo de un papá que en una fiesta infantil es acosado por las caricias pegajosas de sus niños:
–¡Claro que no! Ningún filósofo ha sido tan importante –hizo una pausa para que aquilatáramos el peso de sus palabras, y añadió–: En el siglo xx nadie ha sido tan significativo como Gandhi.
La discusión sobre los méritos de los distintos candidatos subió de tono. La causa de ello fue mi padre. No hay nada más serio en el mundo que un niño jugando. Lo segundo más serio, es un filósofo jugando. Mi padre siguió argumentando con tal enjundia que sentimos que, si no le dábamos la razón, se avergonzaría de nosotros.
–¿Saben ustedes lo que significa dar ejemplo? –nos preguntó.
Un silencio reverencial siguió a sus palabras.
–No estamos juzgando un concepto ni una idea –añadió–, estamos evaluando el peso de una vida. Entender el mundo es más sencillo que cambiar el mundo.
Una vez más, comprobamos que nunca ninguno de nosotros lo haría cambiar de opinión. No opinaba con agresividad pero sí con vehemencia. El tema le había interesado de un modo preocupante: revelaba nuestra falta de pasión para respaldar a nuestros propios candidatos.
–Ustedes me van a perdonar –añadió casi molesto–, pero todo conocimiento es frívolo comparado con una conducta íntegra.
Recordé entonces algo que me dijo en mi infancia acerca de George Washington. Muy rara vez trató de contagiarme sus preferencias; deseaba que yo decidiera las mías, pasándolas por el tamiz de la razón. Su idea de la pedagogía lo llevaba a respetar el libre albedrío de un modo irrestricto, algo incómodo para un niño que no sabía cómo usarlo.
Mi padre admiraba a Washington, no tanto por haber contribuido a la independencia de Estados Unidos, sino porque jamás había dicho una mentira. “¿Ni de niño?”, le preguntaba yo. “¡Jamás!”, respondía él. Podía sacar el tema en una sobremesa, mientras manejaba su Opel o al hacer cola para el cine. Siempre lo abordaba con una pregunta retórica, como si no hubiéramos tratado antes el asunto: “¿Sabes quién fue Washington?” Aunque mi respuesta era afirmativa, salía en tono vacilante (sospechaba que, en vez de reprenderme en forma directa por alguna de mis mentiras, mi padre mencionaba a Washington para que yo recordara la inquebrantable virtud de la verdad). La educación suele tener resultados paradójicos; acaso ese ejemplo admonitorio sirvió para que yo me interesara en los cuestionables pero liberadores recursos de la ficción.
Muchos años después, en el crepúsculo del siglo xx, mi padre volvía a la carga con otro ejemplo:
–Gandhi derrumbó un imperio con un puñado de sal.
Se refería a la célebre caravana de veinticuatro días hasta la ciudad de Dandi para protestar por el impuesto a la sal. El gobierno británico juzgó que un movimiento que enarbolaba una causa tan precaria estaba condenado al fracaso. Pero el abogado a quien Rabindranath Tagore llamaría “Mahatma” (“Alma Grande”) sabía que nada es tan urgente como lo más sencillo. ¿Puede ser frenada una revolución que proclama el derecho al aire, el agua o la sal de la Tierra? Al llegar a la meta, Gandhi tomó un puño de sal y dijo: “Estoy sacudiendo los cimientos del imperio británico”.
Mi padre recordó la escena con tal entusiasmo que no advirtió que había tomado un cuchillo y lo blandió ante nosotros.
–Gandhi era pacifista –dije.
–¡Por supuesto!
–Tienes un cuchillo en la mano.
Miró con sorpresa ese objeto del mundo real, sonrió ante la comicidad del destino, tal vez pensó en la rueda del cosmos y la transformación de la materia, y señaló el salero con la serenidad de quien llega a una conclusión satisfactoria:
–Gandhi, el hombre del siglo es Gandhi.
Filosofía y vida
Algunas décadas antes, Luis Villoro Toranzo había participado en un curioso ejercicio propuesto por su maestro José Gaos. Hasta sus últimos días, mi padre admiró al republicano español que tradujo a Martin Heidegger y llevó la filosofía mexicana a un plano superior.
Pero en 1958 ocurrió algo peculiar. El ya legendario profesor decidió llamar a sus cuatro principales discípulos –Emilio Uranga, Alejandro Rossi, Ricardo Guerra y Luis Villoro– para invitarlos a un seminario que se reuniría una vez al mes a lo largo de un año para revisar los fundamentos de su oficio. Una pregunta decisiva interesaba a Gaos: “¿En qué momento preciso comenzó el interés por la filosofía y a qué se debía haber perseverado vital y profesionalmente en esa disciplina?” En otras palabras, el maestro planteaba la relación entre filosofía y forma de vida. Los cuatro en cuestión ya habían dejado de seguir sus cursos; eran filósofos formados, que comenzaban su propia trayectoria. En 1950, año de la aparición de El laberinto de la soledad, mi padre había publicado la versión en libro de su tesis de doctorado, Los grandes momentos del indigenismo en México. Contagiado por el fervor nacionalista de la década de los cincuenta, participó en el grupo Hiperión, integrado por filósofos de su generación, donde discutían el concepto de “identidad” y la especificidad del ser del mexicano.
En 1958 ya contaba con otros interlocutores, más cercanos en edad, y veía con distancia crítica a quien quiso ser por última vez maestro de sus cuatro alumnos preferidos para discutir con ellos el futuro, la vida por delante. Discípulo de Ortega y Gasset, Gaos consideraba que las circunstancias de vida definían la manera de pensar y deseaba conocer la opinión de sus mejores alumnos.
Los saldos de este coloquio privado se conocieron apenas en 2013, gracias al imprescindible libro Filosofía y vocación, preparado y editado por Aurelia Valero Pie, con epílogo de Guillermo Hurtado.
¿Qué sucedió en aquellas discusiones? Con la seguridad, no desprovista de arrogancia, de quienes se saben dueños de sus propias armas, los jóvenes filósofos repudiaron a su maestro y se repudiaron entre sí. Todos consideraron que la filosofía era una disciplina rigurosa que podía ejercerse al margen de las tribulaciones del destino personal, y mi padre insistió en el carácter no filosófico de una propuesta que planteaba, simultáneamente, una perseverancia “profesional” y “vital”: “Los motivos personales que conducen a la actitud filosófica pueden ser diversos, mas todos tienen en común formar parte del orden mundano o prefilosófico (…) Es propio de la filosofía comenzar donde ese orden termina (…) Sería un círculo pretender explicar por el orden mundano natural una actitud que consiste en ponerlo en cuestión”.
Aunque los discípulos de Gaos coincidieron en rechazar el planteamiento, discreparon en la forma de hacerlo. El favorito de los cuatro, a quien el maestro llamaba primus inter pares, Emilio Uranga, arremetió con brillante sarcasmo contra sus colegas. Acusó a Ricardo Guerra de argumentar como un rotario, a Alejandro Rossi de explicar todo lo que la filosofía no es y ser incapaz de decir lo que sí es y a Luis Villoro de conducirse con la calculada humildad de una vedette. El saldo de ese seminario informal se parece más a una obra de teatro que a un encuentro filosófico. En su última intervención, mi padre hizo un llamado a la prudencia, solicitando que la trifulca no se diera a conocer.
Lo significativo, para efectos de este escrito, es que mi padre rechazó entonces lo que, con los matices del caso, defendería el resto de su vida: la filosofía como forma de vida. Es posible que necesitara pasar por el expediente freudiano de “matar al padre” para establecer su propio camino. Lo cierto es que posteriormente asoció la reflexión con la participación y juzgó, de manera ya inmodificable, que la vida corrobora el pensamiento. En la página final de su teoría del conocimiento, Creer, saber, conocer, publicada en 1982, habla del papel emancipador del conocimiento para crear “una comunidad humana libre de sujeción”, y concluye con una pregunta: “¿Qué papel desempeña la razón en la lucha por liberarnos de la dominación?” Este salto de la teoría a la praxis sólo se puede realizar si el pensamiento encarna en formas de la acción; es decir, en prácticas de vida.
La discusión con Gaos anticipó el derrotero de los otros tres alumnos, pero no el de mi padre. Como ha señalado con acierto Carlos Pereda, en su primer libro, Los grandes momentos del indigenismo en México, Luis Villoro dio un rodeo para llegar al mundo indígena. No estudió a los protagonistas sino a sus intérpretes, los tempranos antropólogos del nuevo mundo. Este interés por los estudiosos de la alteridad anticipaba una progresiva atención hacia el territorio de los hechos, hacia la forma en que un filósofo puede participar en su circunstancia.
La madrugada del mundo
El 31 de diciembre de 1993 mi padre jugaba ajedrez con mi hermana Renata, mientras contemplaban el atardecer en el lago Atitlán, en Guatemala. El último sol del año descendía tras las montañas y ellos movían piezas sin saber que, no lejos de ahí, algo cambiaba en el tablero del mundo. Unas horas más tarde, la rebelión zapatista actualizó las demandas de los pueblos indios y demostró que el rezago de decenas de comunidades no era un tema digno de los museos de etnografía, sino una urgencia que debía entrar a la agenda de la modernidad.
A partir de ese momento, el estudioso de Sahagún, Las Casas, Clavijero y Vasco de Quiroga, se convirtió en interlocutor de las comunidades indígenas, no con el afán de aconsejarlas o ilustrarlas, sino para aprender de ellas. Se cerró así un sorprendente giro vital: de la reflexión indigenista iniciada en los años cincuenta en la que era intérprete de los primeros intérpretes, mi padre se transformó en testigo presencial, prolongando el linaje de Sahagún.
Su última obra, La alternativa, aún inédita, es una reflexión sobre el paso de la democracia representativa a la democracia directa. El libro prolonga una obra previa, El poder y el valor, y estudia la relación entre ética y política en las Juntas de Buen Gobierno de la zona zapatista.
La paradoja de la contribución moral a la política es que suele venir de quienes buscan el poder sin afán de ejercerlo. “Para nosotros, nada; (…) ayúdennos a no ser posibles”, expresó el Subcomandante Marcos. Las luchas de Gandhi y Martin Luther King representaban para mi padre momentos superiores en los que se transforma la sociedad sin buscar el usufructo del poder, y la gesta zapatista aparece en sus páginas como un episodio decisivo de esa tradición. La pregunta con que finalizó Creer, saber, conocer en 1982 obtenía respuesta en 1994.
El entusiasmo de mi padre por el movimiento zapatista no se podría entender sin su aprecio por las figuras-puente, los heterodoxos que buscan “mandar obedeciendo” y ejercen una moralidad profana. Se trata de seres que se realizan a través del otro y asumen los desafíos de la negatividad (dicen no al poder, a la riqueza e incluso a la identidad personal, transfigurándose en Mahatma, Marcos o Votán Galeano). La meta de estos líderes es, por definición, inalcanzable, pues extienden su horizonte a medida que se aproximan a él. Su trayectoria no concluye, se interrumpe, a través de la disolución de la identidad (Marcos) o el sacrificio (Gandhi, Luther King).
Isabel Cabrera advirtió que en los textos de filosofía de la religión de Luis Villoro hay siempre un “toque de reverencia”. Lo mismo se puede decir de su manera de entender a los transformadores altruistas de la realidad.
Educado por los jesuitas en el colegio de Saint Paul, en Bélgica, el joven Villoro se interesó menos en el cumplimiento de los rituales religiosos que en el sentido mismo de la fe. Su hermano mayor, Miguel Villoro Toranzo, sería jesuita y jurista. Con frecuencia, bromeábamos diciendo que el más creyente de los dos era mi padre. Ajeno a la ortodoxia católica y enemigo de la idea de pecado, el menor de los hermanos se conducía como quien tiene una misión ulterior. Jamás pensamos que al estar con nosotros sólo estuviese con nosotros. Su mente deambulaba por otro sitio.
En algún momento, mi abuela materna me dijo que mi padre era “comunista”. A los 6 o 7 años, creí entender que eso significaba actuar en secreto, con una finalidad prohibida. Era fácil atribuir a mi padre la vida paralela del espía, el investigador privado, el superhéroe, el místico o el militante clandestino. Algo importante se fraguaba en su cerebro, algo incomunicable y definitivo, que sólo prosperaba en cuidado ocultamiento.
Ser hijo de un filósofo no es muy distinto a ser hijo de un agente doble, sobre todo si ese filósofo considera que pensar en forma clara y distinta es una postura de vida.
Cada vez que yo llegaba a pedirle dinero para una guitarra eléctrica, lo encontraba sumido en otras prioridades. Tal vez pensaba “¿Qué es una época?”, tema al que dedicó sustanciosas reflexiones, al margen de las molestias de su propio tiempo, donde su hijo no conseguiría una Fender Telecaster.
Mi padre entendía su disciplina como una actividad que puede salir al aire libre o cambiar el mundo, pero tenía una maravillosa capacidad para abstraerse de todo lo que no le interesaba. Su madre lo llamaba El Caballero del Silencio, y mi hermana Renata se acercaba en sigilo al sofá donde él estaba recostado, viendo el techo: “¿Qué haces, papá?”, le preguntaba; “Estoy pensando”, decía el padre que se ganaba la vida con la mente.
Cuando Héctor Mendoza filmó La Sunamita, en 1965, para participar en el Primer Concurso de Cine Experimental, no contó con suficiente presupuesto para contratar actores, de modo que hizo un casting entre los maestros de la Facultad de Filosofía y Letras. “Tengo un papel perfecto para ti”, le dijo a mi padre, que había actuado en Guanajuato en los Entremeses Cervantinos y ganado concursos de oratoria en el bachillerato de los jesuitas. El personaje elegido para el joven filósofo no sorprendió a nadie. En efecto, se trataba de un sacerdote.
Las libretas de juventud de mi padre (casi todas diminutas, de pasta negra) representan una cantera imprescindible para conocer una mente en formación. En enero de 1941, a los 19 años, escribe en una de ellas un ensayo sobre “El principio activo de la materia y la existencia de Dios”. Ahí apunta: “En la materia pasiva había completo equilibrio, completa igualdad de energías; para poder originar esa desigualdad [a través de un] principio de acción, hizo falta que la materia pasiva ‘actuase’, trabajase (ya sea atrayendo y liberando energía, ya sea por medio del movimiento o por otro medio), de manera de desequilibrar lo equilibrado. ¿Y cómo podemos admitir que ese ‘principio de inercia’ que no posee ninguna actividad, que sólo es capaz de recibir impulsos extrínsecos, sacara de sí misma la fuerza necesaria para ejecutar ese desequilibrio? (…) ese principio de actividad, ese desequilibrio, sólo puede ser originado por una causa extrínseca a la materia y por tanto espiritual, en otras palabras: por Dios”. Poco más adelante remata con exaltación: “Una vez más vemos que las teorías científicas no hacen más que confirmar los datos de la fe”. En esa misma época, concibió un ensayo con el título de “Segunda prueba de la existencia de Dios”.
De vez en cuando los cuadernos se apartan de temas religiosos. De pronto, un poema de amor revela que el autor es un hombre dispuesto a “conocer el siglo”, como se decía entonces para aludir, no a los trabajos del tiempo, sino a lo que las mujeres provocan en el tiempo.
La muerte de dios y la presencia de lo otro
A los 24 años, mientras cursaba la carrera de Medicina que luego cambiará por la de Filosofía, mi padre inició un cuaderno dedicado a los “Trabajos para el laboratorio de bioquímica”. Unas cuantas páginas después, se apartó de esos temas para reflexionar sobre la visión mística. Más adelante, bosquejó una tragedia sobre Caín y Abel en la que se proponía estudiar la interdependencia entre el bien y el mal. Dios necesita que Caín encarne el odio; en consecuencia, para amar a Dios, Abel debe darle espacio a ese odio. Ama tanto que admite lo contrario al amor. El subtítulo de esta obra en proyecto, escrito a lápiz, es: “Bosquejo de una tragedia fincada en la empatía”.
Max Weber trasladó el concepto de “carisma” del ámbito religioso a la sociología. Mi padre hace un desplazamiento similar con la noción de “empatía”. En su primer tratamiento del tema depende de claves religiosas, pero poco a poco traslada el concepto a la ética de las creencias y la acción política.
Cuando abandona la Medicina por la Filosofía, ha dejado de ser un hombre de fe, pero aún interroga lo inefable. Esta preocupación se prolonga en sus cursos de filosofía de la religión y en numerosos ensayos posteriores. Isabel Cabrera reunió estos trabajos bajo un título que alude al elusivo reverso de las cosas: Vislumbres de lo otro.
Alejado de la doctrina, Luis Villoro busca la comprensión racional de un enigma que no deja de conmoverlo en lo más hondo. Su actitud se asemeja a la del escritor más profundamente religioso de la literatura mexicana, José Revueltas. Sin ser creyente, el autor de Dios en la Tierra abordó la fe como un fenómeno esencial para explicar lo humano. Compartía con Dostoievski el interés por las parábolas morales, pero no encontró consuelo en el catolicismo. Exiliado de la fe, Revueltas quiso saber por qué los hombres necesitan creer en lo indemostrable.
La actitud de mi padre es similar. En el más literario de sus textos, “La mezquita azul”, se pregunta qué necesidad tiene alguien que no vive inmerso en lo sagrado de explorar la experiencia religiosa y responde: “Sólo un hombre dividido entre la nostalgia por lo sagrado y la mentalidad racionalista, científica, que comparte con su época, puede sentir la urgencia de justificar su creencia en lo otro, porque sólo así puede ser consistente con su concepción del mundo y presentarla como aceptable para otros hombres (…) La labor del pensamiento ha sido ‘profanizar’ la creencia en lo sagrado (…) para que pueda aceptarlo quien no vive habitualmente en él (…) Su empeño paradójico ha sido convertir en razonable lo indecible. ¿Pero de qué otra forma podría la razón dar testimonio de aquello que la rebasa?”
La filosofía establece un vínculo entre una experiencia extraordinaria, intransferible, y el mundo profano en el que ocurre; no resuelve el misterio de lo otro, pero explica las condiciones en que ocurre. En “Visión de la razón ante lo sagrado”, mi padre advierte: “Lo sagrado no es determinable por los conceptos que usamos para tratar de objetos y de relaciones entre objetos; sin embargo, se muestra; puedo, por tanto, decir de él una sola cosa: que existe”.
El joven que demostraba la existencia de Dios en sus cuadernos se transformó en un “cirujano conceptual”, como lo llama Isabel Cabrera, el pensador que disecciona sistemas de creencias. Asumió otro registro intelectual, determinado por la razón, pero conservó un temple emotivo ante la repentina aparición de lo sagrado.
En uno de sus cuadernos de los años cuarenta, escribió a propósito de Dostoievski: “La demostración de la inmortalidad del alma y la existencia de Dios es imposible; lo posible es convencerse”. Para ese momento ya no estudiaba la materia en busca de la divinidad; reconocía lo inútil de ese empeño, pero refrendaba la posibilidad de creer sin evidencia de por medio. El propio Dostoievski le fue esencial para dar este salto. A través de su concepción del “Dios oculto”, el novelista supedita la creencia al libre albedrío. Siendo Dios todopoderoso, podría manifestarse con milagros y otros efectos especiales para convencer a la humanidad entera. ¿Por qué no lo hace? La respuesta de Dostoievski es que la fe sólo tiene sentido como consecuencia de la libertad individual. La creencia debe ser decidida sin más prueba que la propia creencia.
En un ensayo de 2001 mi padre vuelve al tema de Dostoievski: “El abate Zósima, personaje de Los hermanos Karamázov, predica el amor de Dios. Un discípulo lo interrumpe y lo increpa: ‘¿Cómo voy a amar a Dios si no creo en él?’ y Zósima contesta: ‘Ama a Dios y creerás en él’.” La fe existe en la práctica. El contacto con el budismo afianzó esta idea en el filósofo de la religión: creer es un trayecto, una forma de vida que libera del sufrimiento y la cárcel mental del yo. En este sentido, la fe no depende de su inverificable meta, sino de los pasos hacia esa meta.
La iglesia y la mezquita
Dos escenas muy apartadas definen un estilo de pensamiento. En un cuaderno de juventud, mi padre relata su visita a una iglesia y la sobrecogedora experiencia que ahí recibe. ¿Cómo explicar esa sensación que carece de nombre y, sin embargo, transporta sensorialmente y ofrece peculiar consuelo? Quien habla entonces es un cristiano, un joven ante el altar de su grey.
Casi medio siglo después, el procedimiento se repite en la mezquita azul de Estambul. El filósofo es ya un pensador maduro, que ha dado un rodeo por la fenomenología y la filosofía analítica y ha escrito su propia teoría del conocimiento. En este caso, no se adentra en una religión conocida desde la infancia, sino en una concepción ajena, fundada en el Corán. Ahí revive las mismas emociones transcritas en un cuaderno estudiantil. De pronto, la razón es superada por una sensación indescriptible. Las plegarias, el dibujo de la escritura árabe en los muros, las altas cúpulas donde resuenan los rezos, los minaretes como agujas hacia el cielo, piden ser comprendidos. El resultado de ese deslumbramiento dio lugar a “La mezquita azul”, publicado por Octavio Paz en la revista Vuelta. El poeta encomió esta reflexión, no muy alejada de las suyas. Años antes, en su ejemplar de El arco y la lira, mi padre había subrayado estos pasajes: “¿Qué hay del otro lado de la vigilia y de la razón? La distracción quiere decir: atracción por el reverso de este mundo (…) En consecuencia, es inexacto llamar pasivos o negativos a los estados receptivos (…) Novalis afirma que la poesía es algo así como religión en estado silvestre y que la religión no es sino poesía práctica, poesía vivida y hecha acto. La categoría de lo poético, por tanto, no es sino uno de los nombres de lo sagrado (…) Lo realmente distintivo de la experiencia religiosa no consiste tanto en la revelación de nuestra condición original cuando en la interpretación de esa revelación”. En su juventud, mi padre busca la revelación; en su madurez, la interpreta.
Al entrar en la mezquita anota, transido de emoción: “Soy musulmán, budista, cristiano y no soy de iglesia alguna (…) Sólo soy uno de tantos, pero mi vanidad está aún presente. Me miro a mí mismo y registro mis palabras. Me percato de que pienso y de que iré, tal vez, a escribir sobre este momento. Entonces ruego: ‘Permite que se aleje mi orgullo, que se destruya mi inmensa vanidad, que se borre por fin mi egoísmo’.” Esta puesta en blanco de la mente le permite sentir lo otro, percibirlo sin conocer su nombre. ¿Cómo aquilatar ese momento? “Me levanto. Pienso: sé que vuelve de nuevo mi egoísmo, sé que empiezo a poner en duda, de nuevo, lo que acabo de vivir con certeza. ¡Dios mío! ¿Qué puedo hacer para no darte la espalda, para dar testimonio de tu gloria? Muy poco tengo para dar. No soy poeta, ni tengo la visión certera y la palabra evocadora del buen narrador. Tampoco tengo el alma pura y estoy muy lejos de la santidad. No soy capaz de hacer de mi propia vida un testimonio. Sólo me queda algo mucho más torpe y burdo: puedo pensar.”
“La mezquita azul” abre con esta evocación lírica de la experiencia religiosa y continúa con una ponderación filosófica que explica y vuelve aceptable en un contexto cultural laico el instante de la iluminación. Así, lo inefable se inscribe en lo que puede ser comprendido. El análisis racional explica una vivencia, pero no la sustituye, pues su sentido depende, justamente, de su indecible condición.
En el pasaje citado aparece una frase cardinal: “No soy capaz de hacer de mi propia vida un testimonio”. Esto puede leerse como “no soy capaz de dar ejemplo”. Pero la ejemplaridad se funda en una paradoja: es incapaz de valorarse a sí misma. El ejemplo se da, no se proclama. Quien emprende ese camino predica con su vida. Esto es cierto para las figuras religiosas y para los líderes que alteran el poder sin buscarlo para sí mismos. “Nadie es profeta en su tierra”, dice Jesucristo, aumentando sus posibilidades de ser profeta.
Lo ejemplar depende de la mirada ajena; es atributo de los testigos. Existe para los demás, no para quien lo encarna.
¿Hasta dónde quiso mi padre participar de la ejemplaridad que tanto admiraba en otras figuras? La primera manera de ejercerla era negarla.
La proximidad con él no es la forma más objetiva de rendir testimonio. Mi mirada está teñida por las subjetividades de la perspectiva filial: “Nadie es un gran hombre para su valet de chambre”, escribió Molière. De modo parecido, un padre es recordado por las acciones y las omisiones del trato familiar. El hijo conoce las dudas, los malos cálculos, las torpezas, las irritaciones comunes de quien, desde otra perspectiva, puede ser percibido como una gran figura. Ser hijo significa formar parte del ensayo y el error, de los borradores que llevan a la versión que la posteridad juzgará definitiva.
“La fama es siempre una simplificación”, escribió Borges. El carácter ejemplar de un personaje tiene que ver con un adelgazamiento interpretativo. La contradictoria persona en que se sustenta se diluye en favor de un concepto que la resume. Cuando Hegel vio a Napoleón en Jena, exclamó “¡Al fin he visto una idea a caballo!” Las infinitas tribulaciones del prócer se condensaron en esa fórmula. El autor de la Dialéctica del espíritu no habría podido decir algo similar de un pariente.
En su admiración por Washington o Gandhi, mi padre hizo una operación intelectual semejante; cada uno encarnaba una Idea: la Verdad, la Justicia. Le resultaba más fácil comprender a la humanidad que comprender a una persona, pero era imbatible cuando entendía lo que una persona aportaba a la humanidad.
Recuerdo la discusión que tuvo en una cena con Alejandro Rossi acerca de la opción de vivir en alguna ciudad de provincia. El D. F. era ya invivible en los años setenta del siglo pasado y los comensales buscaban alternativas, sabiendo que no asumirían ninguna de ellas (desde entonces, permanecer en la ciudad de México requiere de un incesante simposio filosófico sobre la posibilidad de no permanecer en la ciudad de México).
Alguien comentó aquella vez que Puebla era una ciudad hermosa, no lejos de la capital, con buen clima y espléndida comida. “El problema es la gente”, terció otro contertulio. “¡¿Pero por qué les preocupa la gente?!”, preguntó mi padre, con sincero asombro. “Bueno, el problema es que hay gente”, respondió Alejandro, sin dejar de sonreír ante la capacidad de su amigo para abstraerse de las extrañas maneras que las personas tienen de ser concretas.
El interés de mi padre por el prójimo dependía del modo en que ponía en práctica una idea. Esto revela un rasgo esencial de su conducta: en contra de lo que dijo en aquel seminario de 1958 propuesto por José Gaos, convirtió la filosofía en forma de vida.
En el entorno familiar era alguien de indiscutible autoridad moral, avalado por siglas de cuyo prestigio no dudábamos (la unam, la uam, la unesco, el pmt), pero que mostraba suficientes manías, olvidos y fallas para ser normal. Conocimos la tramoya donde el personaje era, como todos los hombres, un sujeto sin brújula con ganas de dormir la siesta. Pero en la mayoría de sus actos es posible descubrir una tentativa, no siempre exitosa, de ejercer una conducta intachable.
En una ocasión tomó un taxi para ir al Hospital Mosel, donde sería operado. No le avisó a nadie porque no deseaba alterar la vida de los otros y porque se trataba de una intervención sencilla. Sin embargo, al llenar el formulario de ingreso, encontró un rubro con el que no contaba: debía dar el nombre de un “tercero” capaz de asumir responsabilidades. De nuevo comprobó que la libertad sólo existe en forma condicionada. “Además, alguien se puede preocupar por usted”, le dijo una enfermera. Mi padre advirtió entonces que su afán de ser operado en secreto para no incomodar a nadie podía tener consecuencias negativas para los demás. Sin saberlo, había actuado con egoísmo. Se arrepintió de su conducta –con una vehemencia que sorprendió a la enfermera, según me contaría después– y se propuso localizarme, con tal insistencia que me localizó en Pátzcuaro, donde yo asistía a un coloquio literario. No habló directamente conmigo: dejó un mensaje escueto en el hotel, diciendo que lo iban a operar. El encuentro se suspendió por unas horas. Imaginamos que una enfermedad gravísima provocaba esa llamada de emergencia, y Felipe Garrido, organizador del acto, pagó de su bolsillo un boleto de avioneta para que yo pudiera regresar a toda prisa.
El hombre que llegó en taxi al quirófano para no dar molestias, recapacitó justo a tiempo para dar muchas más molestias. Mi padre comentó de buen humor el episodio al salir del hospital: “No supe pensar a tiempo”. Luego asoció su oficio con los remedios de la medicina que alguna vez pensó ejercer: como los viejos medicamentos, la filosofía debe agitarse antes de usarse.
El portal de un camino
Desde muy joven, mi padre luchó contra el demonio de la vanidad. Se sabía inteligente, pero no quería caer en la arrogancia de quien tiene más respuestas que preguntas. Sus cuadernos de los años cuarenta registran sus desvelos para librarse de la soberbia intelectual, algo que José Gaos consideraba inmanente a los profesionales del pensamiento, y que se discute en los textos de Filosofía y vocación.
De una manera obsesiva, sin duda exagerada, Luis Villoro procuró ocultar el menor atisbo de una conducta altiva. Sus libretas llevaban un recuadro con los datos del propietario. En aquella época, anterior a la proliferación de las imágenes, se anotaban “señas particulares” para que la persona pudiera ser reconocida. Donde decía “Complexión”, mi padre escribió: “De inferioridad”.
En ocasiones, su escrupuloso afán de modestia pudo ser confundido, como sugería Uranga, con una sofisticada variante del narcisismo. Para avalar su conducta, mi padre buscó ejemplos a seguir y encontró uno esencial en la literatura. Cuando leí Los hermanos Karamázov me hizo una pregunta que me pareció innecesaria: “¿Con qué hermano te identificas?” Para mí, sólo había una elección; el primogénito Dimitri era pragmático y demasiado simple, y Aliosha, un santurrón. Iván, por el contrario, era un héroe de la libre elección y los desafíos del pensamiento.
Dostoievski concibió a Iván en forma parecida al Raskolnikov de Crimen y castigo: un rebelde inmoderado, que ponía en riesgo la tradición. Sin embargo, presentó su postura en forma tan hábil que el personaje resultó más elocuente que su autor. “Inteligencia, soledad en llamas”, escribió José Gorostiza. Iván Karamázov encarnaba ese lúcido incendio. Mi sorpresa fue mayúscula cuando mi padre dijo que él se identificaba con Aliosha, el hombre de fe que ama al prójimo.
Tuvimos esta discusión cuando él ya había abjurado del catolicismo y luchaba al lado de Heberto Castillo en la creación del Partido Mexicano de los Trabajadores. Antes había militado en las juventudes del Partido Popular con Vicente Lombardo Toledano; representó a México en un encuentro en la Unión Soviética; firmó desplegados contra la invasión estadunidense en Bahía de Cochinos, que le valieron pasar al Libro Negro de quienes tenían prohibida la entrada a Estados Unidos, y formó parte de la Coalición de Maestros durante el movimiento estudiantil del 68. ¿Qué tenía que ver ese universitario comprometido con la izquierda, que nunca iba a misa, con Aliosha, el beato de los Karamázov?
A la distancia, encuentro un eco significativo entre esta discusión y la que tuvimos después a propósito de Gandhi. “Lo importante no son las ideas, sino la conducta a la que llevan esas ideas”, dijo al hablar de los hermanos rusos. Encontré la misma convicción en un aforismo de Lichtenberg: “No hay que juzgar a los hombres por sus ideas, sino por aquello en lo que sus ideas los convierten”. Hegel se interesó en Napoleón y mi padre en Gandhi por la forma en que la consecuencia define al pensamiento.
La parábola de Iván sobre el Gran Inquisidor fascinaba a mi padre; admiraba esa brillante arenga para impugnar el papel coercitivo de la religión, pero el destino abierto del personaje le resultaba preocupante: carecía de carácter ejemplar. En cambio, Aliosha encarnaba la identidad entre palabra y acto. Además, su postura no era menos crítica. Releyendo la obra, encontré esta frase del menor de los Karamázov: “Contra dios no me rebelo, es sólo que no acepto su mundo”. En la traducción de Rafel Cansinos Assens, las últimas cuatro palabras, no acepto su mundo, aparecen en cursivas. El personaje que en mi primera lectura entendí exclusivamente como un beato, veía el mundo de manera crítica, pero se ajustaba a él lo suficiente para dar ejemplo.
En 2011 conocí a Marshall Berman en Nueva York y comentó que impartía “un curso más” sobre Marx y Dostoievski. Habíamos cenado en casa de Carmen Boullosa y Mike Wallace y él se había apropiado de una enorme cubeta de helado, de la que tomaba cucharadas sin dejar de hablar. Llegamos al clásico tema de los hermanos Karamázov: ¿con cuál nos identificábamos? Como mi padre, la mujer de Berman escogió a Aliosha. El autor de Todo lo sólido se desvanece en el aire prefirió a Iván: “Me gustaría escoger a Aliosha, pero carezco de mérito religioso”, dijo. Después de dos cucharadas de helado, rectificó, mirando a su esposa: “No sé si debo usar la palabra ‘religioso’; más bien debería decir ‘moral’. Es fácil vivir como Iván y enseñar en cuny; en cambio, para vivir con alguien como Iván, tienes que tener los méritos de Aliosha”, concluyó, mientras su esposa sonreía.
Al final de su ensayo “El concepto de Dios y la pregunta por el sentido”, mi padre incluye la cita del abate Zósima que mencioné antes: “Ama a Dios y creerás en él”. ¿Qué actitud permite vislumbrar lo otro? Siempre esquivo, el reverso de la razón está ahí. El pensamiento puede explicar su existencia pero no avalarla. De acuerdo con mi padre, su “justificación corresponde al orden del sentimiento; está en la capacidad de desprendernos del apego a nuestro yo y de sentir que nuestra verdadera realización está en la afirmación del otro, del todo. Y en eso consiste el amor”. La lección de Aliosha fue perdurable en el filósofo.
Una semana antes de morir, en las últimas palabras que le grabó su compañera, Fernanda Navarro, mi padre habló del “sicomoro”, nombre que prefería para la higuera del Buda. En su libro canónico sobre el budismo, Edward Conze escribe: “En el vasto vocabulario del budismo no encontramos ningún término que equivalga a ‘filosofía’.” Para el “cirujano conceptual” había algo liberador en interesarse en una forma de pensamiento que busca la aniquilación del yo y se resiste a explicar el mundo a través de un sistema de creencias.
No es casual que sus últimos apuntes hayan sido una peculiar reflexión sobre budismo y zapatismo. Más que un desarrollo argumental, mi padre anotó epigramas, frases sueltas cuya idea rectora es la búsqueda de lo otro, “sólo descriptible negativamente”: la no opresión, la no dominación, la no división, la no violencia. “El camino es un no fin. Es lo aún no logrado”, escribe a los 91 años. Más adelante agrega: “Lo otro: utopía: lo que no es pero indica una meta, permite el camino”, y cita a Antonio Machado: “Se hace camino al andar”. Por su parte, Conze apunta: “Está en la naturaleza de las cosas que el conocimiento íntimo del camino es dado sólo por aquellos que caminan por él”.
Más allá de las diferencias que advierte entre budismo y zapatismo, en sus últimos apuntes el filósofo encuentra elementos de confluencia: el sentido interminable del camino, la meta siempre aplazada, la disolución de los intereses individuales en favor de la comunidad, el cumplimiento de los valores personales a través del otro y de lo otro: “La realización individual depende del no individualismo. El olvido de uno mismo. La realización social depende del no poder”. Y agrega con su letra de alambre: “No pura teoría, praxis real”.
Transformar el mundo exige asumir la reflexión como un anticipo de la conducta. Luis Villoro Toranzo transitó del sentimiento religioso al compromiso político a través de una ética de vida. En lo sagrado y lo profano admiró la categoría del ejemplo. No siempre quiso dar explicaciones para sus actos, deseando que los demás interpretaran libremente su conducta, y se negó a concederse importancia, reglas básicas para dar ejemplo.
Sus hijos difícilmente lo veremos como una figura desprovista de las contradicciones de la vida diaria, pero recibiríamos una reprimenda ultraterrena si no reconociéramos que ciertas figuras sirven para dar ejemplo y cambiar el mundo con un puñado de sal.
El 5 de marzo de 2014, Luis Villoro llamó a mi hermana Renata para felicitarla por su cumpleaños. Después de colgar el teléfono, dio las gracias a la empleada que le ofrecía algo y cerró los ojos, como quien cierra un libro.
“La filosofía es una preparación para la muerte”, postuló Montaigne. La frase ha tenido muchas maneras de ser cierta. Ante la tranquilidad con que mi padre aguardaba su destino, varias veces le dije: “La filosofía prepara para la muerte pero a ti se te está pasando la mano”. Por toda respuesta sonreía, pensando en su camino.
Unos versos de Rubén Bonifaz Nuño sirven para acompañarlo en ese viaje:
Que no sea mi amor amurallada
cárcel, ni vaso que recibe,
sino un cristal transido, un cauce tierno
el portal de un camino.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario