05 noviembre 2007

El Valle de Las Cascadas

Por Diego Rosete

Existen en contadas latitudes del infinito oceánico ciertas porciones de tierra aún desconocidas por la mayoría de los seres humanos, incluso difíciles de pensar sin el apoyo de una mente curiosa e imaginativa. Tal es el caso del Valle de las Cascadas, cuya fantástica historia parece perderse en el limbo del tiempo. De aquella extraña región y de su origen pocos pueden dar significativo testimonio; sin embargo, algunas de las versiones halladas hasta la fecha coinciden con asombrosa similitud.
Una de ellas, la más notable, describe una insólita edificación milenaria asentada en el área inhóspita del Valle, a la que puede llegarse únicamente por el sur, entrando por un estrecho de peligrosas cascadas formadas a lo largo de una extensa columna de sinuosos y abruptos peñascos. El noventa por ciento de su estructura está sumergida en el centro de un inmenso lago negro; el resto, por sí mismo, es una basta pirámide pétrea de proporciones faraónicas, a cuyo montículo es prácticamente imposible ascender. De no ser por su elaborada arquitectura, digna del más metódico ingenio, se diría que aquella mole semejaba la construcción de un nido de hormigas depredadoras. No era, sin embargo, el prodigio de la mano humana lo que había puesto en pie aquel majestuoso monumento; de él se contaban historias aterradoras, esparcidas en forma oral durante generaciones por los pobladores del lugar. Se decía, por ejemplo, que en las noches de plenilunio, un enjambre de enormes seres parecidos a insectos salía de la punta de la estructura, dispersándose por todo el valle en busca de alimento, devorando presas de gran tamaño, especialmente humanas. De esta manera, las pocas tribus que habían logrado sobrevivir al desastre, optaron por instrumentar aparatosos holocaustos con el objeto de colmar el hambre de aquellos extraños seres, situando toda clase de animales en los alrededores del lago durante las épocas de luna llena. Así, con el paso de los siglos, la presencia de los seres se redujo a una vaga leyenda, aunque la ceremonia del holocausto se repetía como un ritual místico para las sucesivas generaciones de colonos.
Cierto día, un grupo de exploradores Sevillanos comandados por el General Augusto Villegas, miembro veterano de la Legión de Honor, arribó accidentalmente al Valle de las Cascadas. La causa: una peligrosa hendidura en el casco del navío ocasionada por una escollo; gran parte de la tripulación sucumbió en el intento de reparar el desperfecto, pero la embarcación consiguió mantenerse a flote hasta quedar varada en la costa. Para los pocos sobrevivientes, el hallazgo de tierra firme en un punto inexistente en los mapas significó un paradójico milagro. Tratándose en su mayoría de hombres corpulentos y con oficio, la organización consistió en la reparación total de la nave en el menor tiempo posible.
El Valle de las Cascadas, un lugar indudablemente hermoso a simple vista, pareció a los marineros un vívido reflejo del Paraíso, exquisito en su biodiversidad, pero escasamente poblado por mamíferos de grande o mediano volumen. Escatimando detalles, diremos que aquel grupo pudo, en apenas unos días, infiltrarse por las pendientes acuíferas y elevados peñascos que hacían invisibles al lago y a su extraño montículo, percibiendo de vez en cuando la presencia clandestina de temerosos aborígenes ocultos en nichos subterráneos o en las cimas de los árboles más frondosos.
Un olor nauseabundo a carne podrida se acentuaba a medida que el cuerpo de exploradores avanzaba hacia las orillas del lago. Se adjudicó la presencia de incontables esqueletos de animales a las excesivas prácticas de cacería de los aborígenes locales, y se restó importancia a la original forma de mutilación que presentaban dichas osamentas, en ocasiones mezcladas con restos de cráneos y huesos humanos. Por otra parte, fue sencillo para el pequeño grupo de exploradores crear una colonia, aparcando en un extremo relativamente alejado de las márgenes del lago provisiones de madera, frutos comestibles y el escaso ganado que pastaba por los alrededores, congregándolo en espacios hechos para esa función. También fue cuestión de semanas poner en cuarentena la población de bestias salvajes, las cuales significaban una seria amenaza por la escasez de animales domesticables que parecía reinar en todo el Valle.
La noche del plenilunio se aproximó como una ráfaga de viento helado. Durante la mañana, el Comandante Villegas y su grupo observaron con desconcierto gran alboroto en el comportamiento de la fauna silvestre; dejó de escucharse, paulatinamente, el murmullo de los árboles donde solía haber presencia humana; incluso el cielo, un poco más opaco que de costumbre, se tornó tétrico, como anticipando la terrible catástrofe que caería sobre los desdichados náufragos.
Al calor de una fogata, cuyas flamas arañaban la atmósfera como una tenebrosa garra de fuego, el grupo de exploradores asó una jugosa dotación de carne, planeando en la restauración de la nave averiada y en la hora de partir de aquel bello pero extraño recinto perdido en las entrañas de la nada oceánica. Un silencio sepulcral se impuso de repente, y en el cielo, una luna gigante y redonda comenzó a cobrar forma. De la cima de la estructura aposentada en medio del tétrico lago, que hasta entonces no había dado señal alguna de actividad, comenzó a brotar una luz que se disparaba como una ráfaga de gas violáceo contra las escasas nubes que se formaban sobre ella, dejando escapar al mismo tiempo un sonido terrible y ensordecedor como miles de martillos golpeando contra los muros de una escabrosa torre de mármol. Fue entonces cuando el enjambre de maléficos seres salió expulsado verticalmente como una pandemia, dispersándose con incontenible furia por el espacio aéreo del negro valle. Bajo el asombro y el terror de los atónitos náufragos, la nube monstruosa descendió a la altura de la sencilla colonia, arremetiendo contra los corrales donde se resguardaba el ganado, el cual quedó, en cuestión de segundo, reducido a una repugnante pila de huesos raídos. No es posible explicar con coherencia cómo, de pronto, la horrible ráfaga, arremolinándose sobre sí misma, formó en el cielo tapiado de astros la silueta de un ser abominable, haciendo huir de pavor al Capitan Villegas y a su desenfrenada tripulación rumbo a la costa, donde algunos de ellos, en un acto de loca desesperación, emprendieron la fuga acuática, quedando a merced de la marea alta y, por tanto, de la muerte.
Fue entonces cuando la horrenda nube, saciada y macilenta, optó por replegarse sutilmente al sitio infernal de donde emergió. Sólo uno de aquellos diabólicos seres, que había alcanzado al Capitán Villegas haciéndolo tropezar sobre la arena, se mantuvo volando en círculos concéntricos alrededor de su presa. El rostro horrorizado y exhausto del capitán se reflejaba con terrible nitidez sobre la superficie oscura y vidriosa de los enormes ojos de la bestia. Un grito muy agudo y violento fue lo último que se escuchó del Capitán Villegas antes de yacer completamente, víctima de la inconciencia.
La mañana siguiente agilizó, en medio de un calor abrasador, a los aún consternados náufragos, haciéndolos disponer sin titubeo de una balsa de salvamento resguardada en la nave descompuesta, abandonando todas sus pertenencias y dotándose sólo de lo básico. El pequeño yate fue rescatado al poco tiempo por una fragata holandesa que transportaba verduras. El relato de los sobrevivientes pareció inverosímil a cuantos lo escuchaban, y se atribuyo al delirio colectivo que suele sufrirse en situaciones extremas. Sin embargo, tanto para el Capitan como para sus compañeros, aquella noche trastornó sus vidas radicalmente. No se volvió a mencionar el caso, aunque la duda quedó sembrada en la curiosidad de aquellos que escuchaban atentamente la historia narrada por los náufragos. Finalmente, pese a los años, una pregunta torturó hasta el último segundo la mente de Villegas: ¿era posible que un lugar tan bello y exótico pudiera al mismo tiempo resguardar el más horrible y diabólico secreto? En todo caso, ni el Valle de las Cascadas ni su siniestra verdad podrían testimoniar, desde su inexplicable anonimato, la existencia de una respuesta concreta.

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